Encantado por haber comprendido al fin lo que se esperaba de mí, casi niño aún empecé a sentir, como ya lo dije, que se despertaba mi vocación docente. Se despertaba y a veces me despertaba a mí. Después de volverla a dormir, di entonces en reflexionar por las noches entre las sábanas húmedas: ¿por qué privar a quienes no habían tenido la fortuna de nacer en una casa aristocrática de los beneficios de una buena educación?Así, estaba una tarde enseñándole a la hija de nuestro guardaparques, de mi misma edad, la manera más elegante de pelar una banana cuando no se dispone de cuchillo y tenedor. Estábamos profundamente entretenidos en nuestra lección, cuando fuimos sorprendidos por mi institutriz alemana, que se quedó extasiada al comprobar lo exquisito de mis modales y me solicitó inmediatamente la posibilidad de tomar, a su vez, algunas lecciones privadas.Pronto nuestra gobernanta sueca y la doncella francesa de mi madre quisieron aprender también. A continuación se inscribieron en mi improvisado curso dos de las cocineras italianas, tres mucamas de comedor de origen bretón, la señora del guardaparques, dos Damas de Honor de la Reina (amigas de mi madre) y un grupo de turistas norteamericanas que visitaba el castillo.
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